Con mil distintos tonos de verde

Iba a la mañana y nunca llegué tarde, esto por que mi padre se encargaba de despertarme y llevarme al colegio, todo antes de llegar puntualmente a su trabajo, a las siete y media de la mañana.
Subía a mi Torino (ya en movimiento, por que mi padre no esperaba) con la camisa mal abotonada, los zapatos desatados y tratando de prenderme la pollera (no es que fuera impúdica, es que no había nadie despierto en el barrio a esa hora) mientras hacía malabares con las carpetas y la corbata.
Cuando pienso en el que fue mi hogar durante mis años de mozalbeta, lo que mas extraño son los viajes al colegio en invierno, de cara al cielo lavanda teñido de trazos rojos y a las montañas, surcadas de azules y fucsias, imponentes, inamovibles, hermosas...
Extraño el tiempo mudo compartido con mi padre adentro de mi Torino, sobre sus gigantescos asientos negros que me hacían desear no tener que bajarme en ese maldito semáforo que sentenciaba la inevitable jornada escolar, con mis ojos hinchados, semiabiertos, como negándose a comenzar el día.
Cuando mi padre decidió abandonar a mi Torino en las garras del plan canje, corrí hacia el amado auto, incrusté mi cara en el ventilete (se llama así?), casi abrazándolo, y lo olí desesperada, no quería olvidarlo; olía perfecto, a cuerina seca, tierra y frío.
La gente a veces me pregunta si no me gusta Catamarca (suelo burlarme de mis orígenes), entonces les cuento, sobre los amaneceres con mi papá, camino a la escuela.